Cuando comencé a leer “El chico de la chaqueta roja”,
me sedujo su lenguaje poético, rítmico, donde el paisaje y los objetos se
sienten palpitar, como en la prosa de Azorín; me identifiqué con la soledad y los
anhelos del protagonista, un escritor en busca de su historia.
El escritor busca su historia pero no sabe que ella
también lo está buscando a él. Al adentrarme en la novela, descubro un narrador
que entra y sale de lo narrado y se dirige directamente a mí, al lector, a los
críticos; y un personaje, Carlos, cuya narración y cuya vida se funden. Alena
Collar plantea diferentes niveles de realidad y ficción que se comunican
constantemente entre sí, recordando a Borges o a Unamuno.
La novela es una reflexión sobre el acto de narrar,
sobre la narración que es la propia vida, en la que irrumpen puntos de vista
ajenos que alteran la trama prevista. Es también un relato de pérdidas y
búsquedas. Amores, frustraciones y recuerdos que siempre nos persiguen, con símbolos
como el estanque, el pantano, los tiburones que acechan. “Hay un espacio de la
memoria que podría ser un estanque: un lugar. Allí donde echamos de niños lo
que no queremos al final de la tarde, mientras alguien de airada voz nos grita:
“niño, no enguarres el agua”…, pero
ya ha caído, al agua, se dice; sí, ya ha caído la piedrecita que nos rozaba el
zapato; el escarabajo muerto y la flor que no dimos a la niña rubia”.
Personajes retratados con un distanciamiento irónico,
pero también con ternura, en un juego de espejos y perspectivas similar a la
vida, que al fin y al cabo es eso, una maraña de ficciones que se entrelazan y
confunden. “Quizá por eso se hizo escritor, se dice. Porque siempre vio los
reflejos, siempre se perdió en las galerías, y nombrarlas era nombrar lo
oscuro; los estanques donde aparecen los restos de los naufragios, los
ahogados, las puertas cegadas, los palomares en ruinas, las cuadras inhabitadas
y los chicos con chaqueta roja, escribe; coro de voces que lo llevan de la
mano, no sabe por qué ni hacia dónde”.
Alena Collar ha escrito una novela que se parece a un
laberinto multidireccional, una novela que trata de los propios mecanismos de
la narración, donde uno, siendo lector, se siente personaje, entre la
melancolía y el humor, escribiendo, preguntándose quién escribe.
Me alegré de encontrar esta obra poliédrica, después
de tanto estrellarme en muros planos. Con mi agradecimiento de yonki de la
literatura, acuso a Alena Collar de mantenerme enganchada a la droga de la
ficción.
María José Vidal Prado